miércoles, octubre 25, 2006

Despedida. Cuento corto. 2004

Alcé la vista y aspirando fuertemente, como queriendo absorber valor, miré el cielo de Octubre que iba tomando su color gris plomo.

Al otro lado de la calle, un grupo de personas esperaba tranquilamente el autobús que las llevaría de regreso a su casa.

Una línea de árboles a la orilla de la calle me traía a la mente el lugar en donde mi padre nació y se crió. Sitio que nunca conocí, pero después de tanto relato amargo lo tenía tan grabado en mi mente que parecía que acababa de estar ahí.

Alguna de ésas personas que esperaban el autobús, o algún familiar de ellos o por lo menos algún conocido tenía ahora ésas tierras. Robadas. Tomadas a la fuerza.

Un campo de refugiados en el que sobrevivía junto con mi familia por tantos años de era mi hogar, el hogar de mis padres, hermanos, tíos.

En unos minutos todas esas personas estarán muertas. 30 o 40 personas menos.
Al final de la calle, un laberinto blanco de casas grises y blancas marcaba un camino que subía hacia ningún sitio.
Camino por el que podría huir… sin embargo tenía decido morir en el mismo autobús.

Una vida palestina contra 40 sionistas. Alto precio a pagar, pues la balanza marca mil veces mil las vidas sionistas contra una palestina.

En el bolsillo derecho del pantalón guardo un adiós a mi gente. Una despedida que nunca llegarán a leer.

Un gato pardo me miraba fijamente, como apurándome a mi destino.Miré el reloj y me di cuenta que el autobús llevaba algunos minutos de retraso. ¡Que suerte tiene esta escoria de vivir unos minutos más!

Mi mente se fue por un momento a rememorar las largas conversaciones con Annuar y Karim mientras caminábamos desde la escuela hasta el campo o nos formábamos en la interminable fila para sacar agua del único pozo que había en el campo cada vez que el servicio se suspendía.

Pensaba también en la familia de mi madre que vive en el sur, poniendo barreras inútiles contra los tanques israelíes que llegaban una y otra vez a destruir viviendas al campamento Maghazi en Gaza.

Años adolescentes de amistad sin condiciones ni enfrentamientos y con una meta en común. La misma meta que teníamos todos los habitantes de el campo. De todos los campos, en Palestina, en Siria, en el Líbano, o emigrados a Irak o los Estados Unidos.

Ahora tenía todo el tiempo del mundo y comenzaba a sentir algo parecido a la felicidad.El familiar sonido del autobús se hizo llegar y como en automático, comencé a caminar hacia el grupo de gente.

Faltando unos diez metros mis ojos chocaron con los suyos. Ojos claros, limpios y sin culpa.Era una niña de unos ocho o nueve años, tomada de la mano de su padre.

Me paré al lado de ella. Mi respiración era tranquila, controlada y mi piel estaba libre de sudor.

En un ademán de confirmación, toqué con mi mano el bulto que llevaba alrededor de mi cintura: Una carga de C4 capaz de volar todo el autobús y alguno que otro miserable judío que pasara cerca.

Preparándose a la llegada del autobús un joven se paró al lado mío. Su grasienta ropa de trabajo contrastaba con su cara perfectamente rasurada y pelo peinado hacia atrás.

Me miró con recelo, no porque sospechara de lo que traía conmigo, sino por mi origen. Para el, yo era la esencia de todos sus problemas. Eso le habían enseñado y eso es lo único en que creía.

Le molestaba compartir el autobús con un árabe. Pobre bastardo, iba a compartir algo más grande que eso: El final de mi vida por mi pueblo y el término de su miserable existencia.
Lo miré fijamente hasta que su mirada torcida la dirigió al suelo.

El autobús llegó a la parada. La gente comenzó a moverse lentamente, subiendo uno a uno.

ifadl@hotmail.com